jueves, 17 de diciembre de 2009

Hoja de ruta por el Mercado Central de Valencia


Es viernes y, en la antesala del fin de semana, se suceden las compras de última hora bordeando el filo del mediodía en la avenida María Cristina, una calle muy transitada de mi ciudad, Valencia, que deriva en el Mercado Central. Ese es mi objetivo, allá me dirijo, a una de las construcciones más bellas del Modernismo valenciano de principios de 1900. Diviso una de las cúpulas del edificio y accedo por la entrada de la calle Palafox, la más discreta y menos bulliciosa. Las imágenes que de esta imponente catedral del comercio ha realizado mi amigo, el fotógrafo valenciano Josefo Soriano, han desfilado por mi retina días atrás en una compañía estimulante desde que me pidiera que revelara con palabras el objetivo de su mirada.

Nada más entrar al recinto, allí está su sensible y artística impronta, al alcance de mi mano, en un espectáculo visual de colores que estallan ante mis ojos y que osaron colarse con anterioridad a través de la lente de su cámara. Me tropiezo de bruces con uno de los puestos vestido de rojo intenso, fresones bermellones que se expanden en abigarrado orden y ceden protagonismo a continuación a modo de bandera andaluza, en verde y blanco, manto de cebollas y alcachofas, orgullo patrio de la cada vez más diezmada Huerta de Valencia. La casi inexistente ya Horta de Valencia, tan ajena hoy en día al surtido de frutas tropicales que contemplan melancólicos una pareja de ecuatorianos, a los que a su vez, contemplo yo mientras lucen en arco iris un buen surtido de papayas, chirimoyas, mangos y guayabas que atestiguan como la Globalización corre por las arterias principales de un mercado que ya poco o nada tiene que ver con el que relatara Vicente Blasco Ibáñez en su “Arroz y Tartana”: “...La plaza (se refiere a la Plaza del Mercado, antesala del recinto cerrado que hoy visito), con sus puestos de venta al aire libre, sus vendedoras vociferantes, su cielo azul sin nube alguna, su exceso de luz que lo doraba todo a fuego, desde los muros de la Lonja a los cestones de caña de las verduleras, y su vaho de hortalizas pisoteadas y frutas maduras prematuramente por una temperatura siempre cálida, hacía recordar las ferias africanas, un mercado marroquí con su multitud inquieta, sus ensordecedores gritos y el nervioso oleaje de los compradores…”.

En el Mercado Central ya no se oyen gritos, ni los compradores andan nerviosos, ni el tranvía para en la puerta, ni llegan los huertanos con sus carros a vender sus mercancías…..El tráfico rodado de coches, motos y viandantes se mezcla con el ruido de unas obras cercanas y el estrépito de los autobuses de los que descienden turistas despistados que recalan ahí tras un periplo cultural por el triangulo artístico que conforma este edificio junto a la Iglesia cercana de los Santos Juanes y la bella Lonja de los Mercaderes, un majestuoso ejemplo del gótico civil que fue declarado hace ya algunos años Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. El hambre aprieta y las ganas de llevarse a casa un souvenir alimenticio también. Se quedan como embobados ante el moderno e innovador puestecito de delicatessen, todo tipo de frivolités, aptos para el paladar más exquisito, aunque prefieran comprar vino, miel, aceite de la tierra y quesos. “Quesos de la Isla de Madeira!, esos no, por favor, queremos el Manchego, el español por antonomasia, el auténtico, el queso de La Mancha”. La vendedora también globaliza: les habla en alemán y ellos tan contentos, con su porción del queso de la Mancha, envasado al vacío, eso sí, para que aguante el viaje de vuelta a sus países.


Me gusta contemplar esos tomates lustrosos que se empujan los unos a los otros como queriendo entrar en plano. Me los imagino cortaditos a trocitos, en el plato, con sal y buen aceite de oliva, acompañados por una ración de encurtidos, olivas, pepinillos, que también encuentro en grandes cantidades en el puesto vecino. La boca se hace agua. Y esas primorosas ristras de ajos en grácil armonía con ñoras, piñas y racimos de plátanos para ver quien aguanta mejor el cuelgue. De repente, un cerdo me guiña un ojo para que repare en como será su futuro y tome buena nota: “Plastificado, acabaré…o entre solomillos y tocinos amigos”, parece decirme.

A izquierda y derecha, coles, zanahorias, espárragos, calabazas, repollos, rabanitos, hojas de roble, melones y sandías…y la naranja, que no falte, manzanas….Más colores para la paleta de imágenes que Sefo recogió y que yo ahora reconozco y disfruto. Me paro un ratito ante el puesto de huevos frescos, y comienzo a recordar en blanco y negro…, cuando mi madre me mandaba a comprarlos con la huevera de plástico, que te valía para siempre, te servía para toda la vida. Ahora, los huevos te los despachan en envases de cartón. Usar y tirar, y así con todo. Los cestos de mimbre o la bolsa de tela, perdieron terreno a favor de las bolsas. Hace falta una cultura ecológica, también en los mercados.


Decido adentrarme en la sección de Pescados y Mariscos. El Mercado Central luce limpio y ordenado. Los productos son de calidad y eso se nota, frescos y del día. Me viene a la cabeza la fotografía de Josefo, con esos langostinos, “els rojos” (la gamba roja de Denia), los busco y los encuentro. Ahí están, a diez euros el cuarto. Los caracolitos parece que estén cantando en un coro, mientras recuerdo el pez espada de la veleta de una de las cúpulas que mi amigo reflejó en una de sus imágenes y que busco con expectación ya en el exterior del Mercado. ¡Que bonitas son las dos cúpulas del Mercado Central!, con las dos veletas añejas, sobre todo la de la Cotorra, emblema de unos premios que todos los años convocan los vendedores del Mercado para distinguir a las personalidades que pelean por preservar las tradiciones de la “nostra ciutat”.

Vuelvo de nuevo al interior del recinto para admirar las cúpulas desde dentro, el minucioso trabajo de restauración que se ha hecho recientemente, con la recuperación también de las coloristas vidrieras, sus columnas y forjados, que imprimen al mercado ese aire “art nouveau”, que podemos encontrar también en otras zonas de la ciudad: las casas de las calles del Cabañal, un barrio que el actual ayuntamiento de Valencia quiere destruir a fuerza de excavadora.
Mi visita está a punto de concluir. Muchas, muchísimas, veces he pasado ante las puertas del Mercado Central y otras tantas he entrado para comprar, pero jamás mi mirada reparó en los detalles que la sensible lente del fotógrafo y amigo Josefo resuelve de manera brillante. Debo agradecerle que haya hecho que me acerque a un rincón de mi ciudad con otros ojos diferentes y le devuelvo el guante que me lanzó para que miremos juntos ese rinconcito cercano a la playa de la Malvarrosa, el barrio del Cabañal, que dentro de poco dejará de existir. Touché, Josefo!

*Todas las fotografías que ilustran este texto son del fotógrafo valenciano Josefo Soriano. Mi agradecimiento.

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